martes, 25 de julio de 2017

COFRADÍAS.- La Hermandad de la Esperanza de la Macarena publica un amplio artículo en memoria de Mercedes Alba Ayala, hermana número 1 de esta Cofradía, que falleció el pasado 22 de julio

* Tristemente fallecida el pasado 22 de julio a los 94 años de edad y que ocupó el número 1 de la nómina de nuestra Hermandad.

* “… Cuando abrieron el cajón, la Virgen estaba hermosa como jamás la he vuelto a ver”

La Hermandad de la Macarena, en recuerdo y en memoria de la hermana número 1 de esta cofradía, ha divulgado un artículo publicado en la revista "Esperanza Nuestra", que edita esta corporación. El texto de este trabajo es un importante documento histórico.
Este trabajo informativo fue publicado Publicado en el año 2011, en la primera edición de la citada publicación de la Macarena:
No existe mayor fidelidad que la que vence distancias ni tesoro más valioso que el que nos legaron nuestros mayores como herencia de amor compartida. Más aún cuando ambas, fidelidad y herencia, resisten no solo las distancias sino también el paso inexorable del tiempo. Porque ochenta y ocho años son muchos años de fidelidad hacia la Hermandad de la Macarena y de custodia del mayor tesoro que sus padres le dejaron, la devoción inquebrantable a la Virgen de la Esperanza. Ni centenares de kilómetros, ni océanos que separan, ni tan siquiera la muerte de los más queridos, pudieron mermar el amor de esta mujer a la Hermandad de sus mayores. Espacio y tiempo, vencidos por el arma poderosa de la Esperanza. Este podría ser el lema que ha presidido la vida de Mercedes Alba Ayala, hermana número uno de la Hermandad de la Macarena.
Nació en 1923, en una ciudad que se acicalaba para la Exposición Iberoamericana del 29. Vio su primera luz en la Alameda de Hércules, el mismo año en que se dedicó el arco a la Virgen de la Esperanza rematándolo con el magnífico retablo cerámico de Pérez de Tudela, dos años antes del primer besamanos de la Virgen en San Gil, seis años antes del episodio de la “revuelta popular del añil” y siete antes del estreno del manto de tisú. No obstante, Mercedes no sabe precisar con exactitud el año de su primer recuerdo relacionado con la Hermandad aunque sí lo conserva fresco en su mente, tan vigoroso aún que al contarlo transmite una ilusión parecida a la que tuvo que sentir aquel día ya tan lejano. “Vivíamos en la Alameda, en la casa que mi abuelo compró a la familia de los Gallo, una casa andaluza con patio. Un día sentí un jaleo enorme, mi hermano César y yo nos asomamos desde el hueco de la escalera al patio y vimos un revuelo de plumas blancas. Había una cañera enorme, mi padre andaba de un lado para otro de la casa hablando con aquellos señores de las plumas blancas hasta que, de repente, dijo “ea, señores, vámonos a la venia”, y se fueron todos. Después, con el tiempo, supe que eran los armaos y que salieron corriendo a ver los nazarenos del Gran Poder pedir la venia a la Macarena. Esa noche no dormimos esperando que al día siguiente volvieran a aparecer los de los plumeros. Así que mi primer recuerdo de la Hermandad son los armaos, que no es mal recuerdo precisamente”.
Su trato es afable y cercano, exquisito. Mercedes conserva un porte señorial y elegante, fraguado desde su niñez en el seno de una familia burguesa sevillana del primer tercio del siglo XX. “Mi padre era químico, pero hizo la carrera de comercio porque decía que con la química no se comía. Mi madre nunca trabajó, tenía bastante con criar a nueve hijos”. Porque la familia Alba estaba compuesta por Doña Pepa y Don César y sus nueve hijos, a los que hicieron hermanos nada más nacer “porque mi padre tenía la costumbre de apuntarnos a la Hermandad recién bautizados”. “De los nueve, hoy quedamos vivos cuatro, y de ellos solo Fernando y yo continuamos siendo hermanos de la Macarena”. Su hermano César fue el lazo que la mantuvo anudada a la Hermandad durante el tiempo que vivió fuera de Sevilla. “Le dije a César cuando me fui al El Aaiún -antigua colonia española en Marruecos y actualmente la ciudad más importante del Sahara Occidental- que no me dejara de pagar ni un recibo de la Hermandad porque no quería que me borrasen de ninguna manera”. Guarda silencio unos instantes y, como si reviviera un dolor cauterizado a fuerza de años, concluye “después César se mató en un accidente de tráfico”.
Mujer presumida, no descuida ni un detalle de su aspecto, sobre todo la indumentaria, a la que concede enorme importancia. “En los besamanos antiguos de la Virgen la gente iba vestida con mayor respeto, a mi modo de ver hoy en día se viste peor y los jóvenes parece que van a un partido de fútbol en lugar de a un acto litúrgico, aunque comprendo que son los tiempos”. Hace gala de un finísimo sentido del humor, fruto de una sólida educación y un ansia insaciable de cultura a lo largo de su extensa vida a pesar de que tuvo que abandonar sus estudios por imperativo materno. “Hice hasta el Bachillerato y me preparé el Examen de Estado, que eran quince días de exámenes. Y lo aprobé”. “Siempre quise ser archivera, pero cuando aprobé el Examen de Estado mi madre me dijo que con cinco varones en la familia y siendo mujer no debía estudiar sino dedicarme a la familia y la casa”.

Hablar con Mercedes de la Hermandad es hacerlo inevitablemente de sus padres, dos referentes en su vida a los que recuerda a cada instante. Su padre, César Alba Alarcón, fue hermano mayor interino de la Hermandad de la Macarena entre 1928 y 1929. “En casa había una fotografía de mi padre siendo hermano mayor delante del paso de la Virgen ya de vuelta, con su antifaz recogido, y los que le acompañaban igual, y todos con caras de estar muy contentos. Para mí esa foto es la imagen viva de la felicidad, jamás he visto la felicidad más cerca”. Habla de él con admiración y alegría, “mi padre llevaba siempre en la cartera una foto de la Virgen y otra mía vestida de gitana”, hasta que recuerda su muerte, el día de Navidad de 1954, recuerdo que entristece su mirada y le hace suspirar antes de afirmar que “era una persona buena, desde luego yo creo que está en el cielo”. Pérdida que incluso retrasó su casamiento, “yo me iba a casar, pero lo pospuse; además me gustaba mucho mi vida de soltera -sonríe socarronamente-“. “Estuvimos menos de dos años de novios, nos casamos a primeros del 56 en La Caridad”, matrimonio con un médico militar que cambió su vida y la alejó de Sevilla en un periplo de casi quince años por Galicia y Marruecos. De Doña Pepa habla con el mismo afecto y desde la comprensión que los años han ido proporcionándole del papel que jugó en aquella familia. Muy devota de la Esperanza, “era camarera de la Virgen cuando estaba en San Gil”. “Acompañaba a mi madre a vestir a la Virgen junto a las Hermanas de la Cruz, en mi casa se le planchaba parte de la ropa. Recuerdo que en coche, porque en casa tuvimos chófer, también macareno, llevábamos las canastas con la ropa planchada de la Virgen; lo hacíamos dos veces al año”. En su interior se entrelazan los recuerdos de la Hermandad en San Gil con los de su propia niñez, por eso añora tanto la estancia de la Virgen en la parroquia como sinónimo de un territorio de plenitud ya perdido aunque no para siempre, porque Mercedes confía en los reencuentros que promete la cara de la Esperanza. “A mí San Gil me daba mucha devoción -largo silencio, continúa muy emocionada-, siempre lo recuerdo yendo con mi madre a ver a la Virgen”. Frente a ese paraíso niño conservado en las entrañas cálidas de su memoria y la carga emocional asociada a San Gil, la Basílica no acabó de gustarle al principio. “Los actos de la bendición de la Basílica me cogieron fuera, en el Aaiún, pero me mandaron fotos y mi madre me lo explicó todo por carta. Al principio no me gustó demasiado pero donde está la Virgen todo se vuelve precioso, y al final una se acaba acostumbrando”.
Un retrato de novia de su madre y una fotografía de la Virgen presiden la mesa del comedor. Mercedes rememora repetidamente la imagen de su madre llevándola de la mano a ver a la Esperanza, como si ese cogerse de las manos fuera una cadena de transmisión sin palabras, armada solo con eslabones de tibiezas y piel, de la devoción a la Virgen y del amor a la Hermandad. “En mi casa vi tanta devoción a la Virgen de la Esperanza. Mi abuelo materno tenía una fábrica de harina en la calle Escuderos, Harinas San Basilio, mi madre siempre escuchaba misa en San Gil, mi padre fue hermano mayor y mi hermana Maruja se casó en la Basílica. Sin embargo no todos mis hermanos han tenido la misma devoción que yo”. Las manos como hilo que teje el delicado paño del amor: de la mano madre e hija para “ver a la Virgen en su paso los Jueves Santos”, de la mano también las dos cuando “me llevaba a visitar los monumentos ese día”, cogidas de la mano para visitar a la Esperanza en San Gil. Siempre cogida a su mano. Doña Pepa y la Virgen de la Esperanza unidas siempre en su memoria a través del tacto tibio de unas manos.

Mercedes se aleja del dulce recuerdo materno para sumergirse dolorosamente en los años convulsos de la Guerra Civil y los meses previos a la contienda. “Recuerdo la Guerra Civil con horror -suspira y sigue con voz entrecortada-, cuántas injusticias y barbaridades. Aquello se veía venir desde la proclamación de la II República. Se me quedó grabada la imagen de manifestaciones de mujeres por la calle San Eloy, porque ya vivíamos allí después de trasladarnos desde la Alameda, que proclamaban “hijos sí, maridos no”. Mi madre nos quitaba de la puerta para que no las viéramos. San Eloy era una calle muy complicada porque en la calle Monsalves había una casa militar. De hecho allí vivían unos primos. El día del golpe militar mi tía y sus seis hijos quisieron venir a refugiarse a casa. Había tal tiroteo en San Eloy que se tuvieron que quedar en el número 14 con una familia amiga durante un mes porque no pudieron llegar hasta el 11, que era el nuestro”. Entorna los ojos como intentando no ver lo que ya ha quedado indeleblemente impreso en sus retinas y prosigue con profunda tristeza. “En los primeros días de la guerra mi madre cortó unos guantes largos de fiesta que tenía. Le pregunté para qué lo hacía pero no me quiso contestar. Cuando pasó todo me reconoció que con la tela que había cortado hizo dos bolsas, una para el dinero y otra para las alhajas, por si teníamos que huir de Sevilla. Fueron días tremendos”. La vida, al fin y al cabo, es una sucesión de paradojas, y aquellos días tremendos que amamantaron al monstruo de la barbarie permitieron también que Mercedes viviera algunos de los momentos más intensos y hermosos como macarena. “Estoy casi segura de que mi padre conocía el escondite de la Virgen, se lo dijo Antonio Román, que era muy amigo suyo; no sé si llegó a verla allí en la calle Orfila. Cuando ocultaron a la Virgen en casa de Antonio Román, los varales del paso de palio se guardaron en nuestra casa. Recuerdo cuatro cajones de madera con algo envuelto dentro, estaban escondidos en el patinillo de la calle San Eloy. Una vez pasado todo te das cuenta del riesgo porque aporreaban las puertas de las casas grandes y en muchas de ellas entraban. Nosotros nos metíamos debajo de la escalera porque mi madre decía que era el sitio más seguro de la casa. En esos días estábamos allí una prima mía y su novio, dos hombres que trabajaban en casa, cuatro mujeres, los siete hermanos y mi madre. Cuando se hacía un potaje, la tata se acercaba a dar vueltas al guiso a gatas por miedo a los disparos”. Y Mercedes llega al núcleo de sus recuerdos macarenos, al cofre donde guarda el más hermoso de todos, el momento más conmovedor de la ya larga relación que mantienen ella y la Esperanza. Se han buscado y encontrado muchas veces a lo largo de estos casi noventa años pero aquella noche quedó marcada en su almanaque existencial como irrepetible. “Es mi recuerdo más bonito. El 18 de agosto del 36 llaman a mi padre porque van a abrir el cajón. Mi padre se va para la Anunciación con mi madre y los dos hijos mayores. Íbamos muy nerviosos y ansiosos por ver a la Virgen.”. Ella tuvo la suerte, o fue elegida, quien sabe, de vivir esa fotografía de la Esperanza en el cajón tantas veces reproducida. “De repente abren el cajón -en este punto del relato abre muchísimo los ojos y la boca en gesto de absoluta admiración, reproduciendo setenta y cinco años después el semblante con el que recibió la aparición milagrosa de la Virgen de la Esperanza en aquel cajón de madera-. La Virgen estaba preciosísima, con dos mazos enormes de nardos frescos -se emociona-. El olor a nardos lo inundó todo. Se vivió una alegría enorme, se cantaron saetas y salves, se rezó, hubo aplausos”, y sonríe como tocada por una caricia invisible. Sostiene que el cajón tuvo que ser abierto con anterioridad porque “los nardos estaban fresquísimos, y alguien los tuvo que poner allí dentro”. Ese detalle sin embargo no empaña la emoción con que sigue su narración. “Cuando abrieron el cajón, la Virgen estaba hermosa como jamás la he vuelto a ver, iba vestida como cuando murió Joselito… lo recordaré para siempre, tenía trece años pero aún conservo ese recuerdo vivo. El cajón se abrió en el lado del sagrario de la Anunciación, casi delante del altar mayor, un poco a la izquierda. Allí estaba Ricardo Zubiría, Eduardo Miura y Joaquín Sainz de la Maza padre, que era muy amigo del mío, entre otras personas más. Cuando acabó, mi padre se los llevó a todos a nuestra casa y se organizó una tertulia hasta altas horas de la madrugada…”. Suspira profundamente, “desde luego fue un día inolvidable”.
La nave de su memoria deja atrás la mala mar de la guerra civil y navega por otras aguas más calmadas. La Coronación de la Virgen en 1964 le coge ya casada fuera de Sevilla, “estaba en El Aáiun tragando polvo” aunque “mi madre me escribió contándomelo todo, por lo que ella me dijo fue espléndida”. Lo que sí recuerda de primera mano es el XXV Aniversario de la Coronación en 1989, instalada definitivamente en Sevilla. “Fue una maravilla”, sentencia. Mercedes se encaja en los últimos acontecimientos de la Hermandad, de los que está al tanto aunque sea a través de testimonios de familiares y de los medios de comunicación. “Vi las imágenes de la Virgen en el Estadio Olímpico, me dio mucha alegría, tanta gente pendiente de Ella. Verla así, tan al natural, sin palio, solo Ella. Era como más Ella. Me emocioné muchísimo viendo las imágenes por televisión, sobre todo cuando le cantaron las Hermanas de la Cruz”. Los achaques de la edad le impiden participar más activamente en la vida de la Hermandad si bien en los últimos años ha encontrado un modo de asistir a algunos cultos y actos, el Proyecto de los Veteranos Macarenos. “Agradezco que la Hermandad se haya acordado de los mayores, es una labor muy hermosa”.
Su visión desde la cima del primer puesto de la Hermandad, algo que considera “un honor grandísimo y una alegría”, le permite valorar con perspectiva privilegiada el momento actual de la institución. “Lo que más me gusta es la labor de caridad, se hace mucho bien a mucha gente”. Y vuelve a hilvanar esta labor con sus recuerdos y con la Virgen, siempre con la Virgen. “A mi marido, médico militar, le tocó el barrio de San Julián y cuando veía que alguien se iba a morir le decía “debería confesarse”, y si le decían que no, insistía “pero hombre, si la Virgen de la Hiniesta está en el cielo esperándole, así que si no confiesa se quedará sin verla”. Al final acababan confesándose”. Pensativa, deja caer a plomo “hay que ver lo que mueve la Virgen, es mi madre y además madre de Dios. Esto cuesta trabajo pensarlo”. Y remata convencida, “cómo le va decir Dios que no a su madre”.
Para ella, el momento más bonito de la vida de hermandad es, sin dudarlo, la Semana Santa y en especial la salida de la cofradía. “Tengo la impresión de que la cofradía es como más seria ahora, sigue siendo la misma pero los elementos que la rodean son más respetuosos”. Reconoce que es rara avis macarena porque “nunca me he metido en la bulla de la cofradía” y casi siempre “la he visto desde los palcos de la plaza de San Francisco”. “La salida de la Virgen de Sierpes a San Francisco es lo que más me gusta. Teníamos amistad con un directivo del Banco de España y nos dejaba ver desde la sede de la plaza ese momento único para mí”. Con sus palabras bosqueja en el aire esa aparición. “Se encendía todo, se llenaba la plaza con la Virgen y variaba hasta el ambiente, todo cambiaba al aparecer Ella”. Recién fallecida su madre cambió de sitio donde ver las cofradías, se fue a la Catedral. “El primer año me impactó la entrada de la Virgen en la Catedral, me pareció hermosísima. Contrasta la alegría de cuando Ella llega con el recogimiento allí dentro. Era otra manera de verla, y ahora tengo, por mi edad, una nueva manera de disfrutarla, en televisión”. Finalmente reconoce vencida por la evidencia que “es bonito verla en cualquier parte, es la Virgen, no el sitio, lo importante”.
La Esperanza, sol de su existencia, sin embargo no eclipsa a los demás Titulares de la Hermandad. Solo necesita una frase corta y contundente para expresar la emoción que siente ante el Señor de la Sentencia, imagen por siempre ligada a su primer recuerdo de los armaos. “Cada vez que lo miro le veo algo nuevo, nuestro Señor es fabuloso”. Con ternura confiesa su especial cariño y devoción a la Virgen del Rosario y al Niño que acuna en su regazo. “Para mí las dos son la Virgen”, refiriéndose a la del Rosario y a la Esperanza.
Se ha encargado de transmitir su amor a la Hermandad a su único hijo y a sus nietos, de los que habla con cariño extremo resaltando con orgullo lo macarenos que son. “Les dejo mi cinta de la medalla y la de mi madre para que las lleven en la madrugada”. Construye su ideal de Hermandad sobre el diálogo continuo entre lo antiguo y lo nuevo, lo vivido durante ocho décadas pero abierto a la realidad actual. Tensión más patente cuando tiene que valorar la incorporación de la mujer como nazarena en la cofradía. “En principio no me gustó por la posible masificación de la cofradía. Al final me di cuenta de que es algo muy natural, es ir con los tiempos; de hecho mi nuera y mis nietas salen”.
Eso sí, inflexible a la hora de opinar sobre el timonel de la institución, “creo que debe ser siempre un hermano mayor, un hombre”. Ve el futuro de su Hermandad con confianza. “Por ley de vida a mí me queda poco futuro ya, pero observo que la Hermandad va cada vez a mejor y la devoción aumenta; tengo la impresión de que ahora todo es más verdadero”. Tiene tantas ganas de vivir que reconoce que “un amigo pelmazo me dice todos los años que saque mi papeleta de sitio y yo me río, pero la verdad es que me haría ilusión, si pudiera saldría”. “A lo mejor el año que viene la saco, me lo pensaré de aquí hasta la cuaresma”, amenaza medio en serio, medio en broma.
Mercedes Alba Ayala, hermana número uno con casi nueve décadas a sus espaldas de fidelidad a la Hermandad, cambia el tono de sus respuestas, que adquieren mayor gravedad, al adentrarse en el sancta sanctorum donde guarda lo más sagrado de su macarenismo, los fundamentos de su devoción a la Virgen de la Esperanza, las tablas de la ley macarena que sus mayores le legaron y que ella lega día a día a los suyos. En esas estancias íntimas del alma custodia los engarces que unen a los que se fueron con los que nacerán formando esa indestructible cadena del amor a la Hermandad y a sus Titulares. Como un oráculo indiferente a su profunda sabiduría, transmite humildemente el secreto de esa receta de fidelidad, devoción y amor. “Ser macarena es una forma de vida, porque los macarenos vivimos con una esperanza tan grande. Que quizás otros no tengan. Confiamos mucho en la Esperanza y por eso parece que tenemos menos problemas que los que no son macarenos. Es una filosofía de vida, una manera de entenderla totalmente distinta”. Este itinerario vital continúa penetrando en las honduras del alma de esta mujer. “La Virgen de la Esperanza es la madre de Dios y mi madre; a Ella le rezaron mi padre y mi madre durante toda su vida. Es una cosa como muy mía, que me llena mucho, que me da vida”. Mercedes culmina su summa macarena con una anécdota que sin duda encierra y resume muchos siglos de devoción. “Una vez me preguntaron qué visión tenía yo del cielo, y respondí que para mí es la Virgen de la Esperanza que se va paseando con uno de sus maravillosos mantos y con todos los hermanos detrás vitoreándole y aplaudiéndole, y por supuesto allí están también mis padres, mis hermanos y todos los míos”. Así es el cielo para la primera macarena, ni más ni menos que la felicidad plena y la promesa al fin cumplida de todos los reencuentros bajo el imperio absoluto de la Esperanza. Seguro que así será la gloria para Mercedes Alba Ayala, una gloria macarena. (Fotos: HEM y Archivo GN).

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